Independientemente, hay ganas

Rabia al contemplar cómo estamos cayendo una vez más en la trampa de alguien que ha visto que necesitábamos un enemigo con nombre y apellidos a quien atacar para calmar nuestras exigencias de justicia y nos lo ha dado.

 

Hay ganas. Ganas de luchar, de unirnos y rebelarnos de una vez por todas.

Hay ganas de que nos escuchen y nos respeten.

Ganas de libertad. De una libertad que no va de marcar fronteras ni de saltarlas.

Ganas de decir basta, de poner fin a la tomadura de pelo que nos está dejando calvos.

Ganas de reclamar lo que es nuestro pero que nada tiene que ver con banderas o impuestos.

Hay muchas, muchas ganas de cambio.

Pero nos faltaba una palabra que definiese ese cambio, que en realidad son muchos. Nos faltaba un grito, una cara, un objetivo.

Y hay por ahí alguien o alguienes tan mezquinos, tan crueles, tan manipuladores que han recogido todas estas ganas y les han puesto un título, o dos, según cómo se mire: independencia/unidad.

Claro que queremos independencia. Todos. Madrileños, catalanes, extremeños y murcianos. Hasta en Hong Kong. Queremos libertad. Hace ya mucho que echamos de menos nuestra libertad. Tanto, que de hecho hemos olvidado lo que significa. Y ahora nos pensamos que la cosa va de fronteras, de estatutos o incluso de idiomas.

Queremos ser individuos independientes, alejarnos de la marea de discursos tendenciosos que nos van arrastrando de un tuit a otro, de un canal de televisión a otro. Salir del mundo de los títeres sin cabeza y abandonar el país de la confusión.

Claro que queremos unidad. Unidad de gente que se apoya entre sí, que abrazan la diferencia y se cogen de la mano para tapar la boca de los que se ríen desde arriba.

Lo que ocurre es que llevamos demasiado tiempo distraídos y ahora a muchos la revolución nos ha pillado en bragas, recibiendo palos sin saber muy bien por qué y preguntándonos en qué momento nos subimos a la máquina del tiempo y retrocedimos 40 años. Y no fue el domingo 1 de octubre. Ha sido cada domingo un poquito, suavemente, mientras tú y yo mirábamos Netflix. Y ahora yo sólo sé que hoy miro a mi alrededor y lo primero que siento es pena y después rabia.

Rabia de ver cómo por fin los ciudadanos nos estamos posicionando, estamos recuperando nuestro espíritu de lucha (si es que algún día lo tuvimos), uniéndonos por una causa común. Rabia de ver cómo somos capaces de organizarnos, de encontrar los recursos necesarios para lograr un objetivo e ir a por él. Rabia al ver cuál es el objetivo. Rabia al contemplar cómo estamos cayendo una vez más en la trampa de alguien que ha visto que necesitábamos un enemigo con nombre y apellidos a quien atacar para calmar nuestras exigencias de justicia y nos lo ha dado. Y a falta de una cabeza de turco, varias. El enemigo plural: los españoles y los catalanes. Rajoy o Puigdemont. Elige tu equipo.

Y así, las fuerzas no sólo se dispersan, sino que además, todo queda en familia. Los niños, que se peleen entre ellos, que mientrastanto los mayores planearemos nuevas artimañas para que sigan creyendo que los Reyes Magos existen. Y con un poco de suerte, cuando pasen unos cuantos domingos más, unas cuantas temporadas de Netflix más, quizá se acaban olvidando de escribir sus cartas de deseos. Mejor aún: tal vez acaben olvidándose de desear.

 

 

Deja un comentario